Durante
el siglo XIX, el modelo familiar posee tal fuerza normativa que se impone a las
instituciones lo mismo que a los individuos y crea vastas zonas de exclusión,
más o menos sospechosas, donde las reglas de la vida privada, e incluso el
derecho a esta vida, parecen más problemáticos. Pero no por ello dejan de
existir. La proporción de célibes y solitarios, temporales o permanentes, por
necesidad o por libre decisión, es en efecto considerable. Unas veces se
inspiran en una familia ausente: las bailarinas tienen una “madre” (mère d’opéra) que les Pusca un “padre”
protector en el “hogar” (foyer) de la
danza; en la colonia penitenciaria de Mettray (cerca de Tours), cada grupo es
una “familia” compuesta de “hermanos” y de dos “mayores”. Otras elaboran modos
de vida originales, alternativas que cuestionan esta salmuera dulzona. “Maldita
sea la familia que ablanda el corazón de los valientes, que empuja a todas las
cobardías y que os empapa en un océano de lacticinio y lágrimas”, escribe
Flaubert, primo hermano de los dandis (a Louis Bouilhet, 5 de octubre de 1855),
como un preludio al “Familias”, os odio…” de André Gide. (…)
No había muchos célibes definitivos durante el siglo XIX, (…)Los
trabajos de Jean Borie han puesto de relieve la suspicacia de que era objeto el
célibe (…) El célibe es siempre un varón. La mujer, si no se casa, es una
señorita, o “sigue siéndolo”: o sea, nada; o lo que es peor, se vuelve una
“solterona”, una “anormal”, una “desplazada”.
(Perrot,
Michelle. “Al margen: célibes y solitarios” en Ariès, Philippe y Georges Duby, Historia de la vida privada. La
Revolución francesa
y el asentamiento de la sociedad burguesa. Tomo VII. Buenos Aires: Taurus, 1991).
y solteros
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